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Pocos gobiernos realmente pueden alegar ser radicales. La administración de Enrique Peña Nieto está en camino de unirse a esta rara casta. El presidente mexicano llegó al poder a finales de 2012, con la promesa de grandes cambios en la forma en que el país se manejaba. La fase legislativa de este proceso de reforma se ha completado. Ahora viene la aplicación. Mucho se ha hecho en los últimos 20 meses. México tiene la carga tributaria más baja de la OCDE como porcentaje del PIB: una reforma fiscal ha comenzado a ampliar sus fuentes de ingresos. Medidas para sacudir las telecomunicaciones el mes pasado han provocado que América Móvil, la empresa de telecomunicaciones de Carlos Slim, anuncie que venderá activos para evitar regímenes de precios antimonopolio. Los profesores se enfrentan a un mayor escrutinio, los bancos a más competencia.

Ninguna reforma es más importante que la liberalización del conservador sector de la energía de México. El Estado ha controlado esa industria desde que fue nacionalizada en 1938. Pemex, la empresa estatal de petróleo, es una fuente de ingresos para el gobierno pero está mal gestionada y sus niveles de producción disminuyen constantemente. Los precios de la electricidad industrial son casi un 80% más que los de EUA. El Congreso aprobó esta semana leyes secundarias que abrirán las aguas profundas y los campos de esquisto del país a la inversión extranjera. La industria eléctrica también se liberalizará. Los precios de la energía disminuirán con el tiempo. No solo Peña merece crédito por estos logros, sino México en su conjunto. Sus clases políticas han cooperado impulsando las reformas, muchas de las cuales requieren cambios constitucionales. Sus habitantes han reaccionado con madurez al desmantelarse el tabú en torno a la inversión extranjera en los recursos naturales. El país ha entregado a sus vecinos del norte una lección de gobernabilidad no partidista.

Pero el trabajo de Peña no está terminado en absoluto. Tiene que encontrar una manera de animar una economía lenta, que se espera crezca un 2,4% este año. Los costos de las reformas se han materializado más rápido que sus beneficios: la incertidumbre regulatoria, impuestos más altos y normas de contabilidad más densas han hecho mella en el consumo y la inversión. La mejor manera de reactivar el crecimiento es gastar dinero en infraestructura. Miles de millones han sido prometidos, pero poco ha sucedido realmente. Son prioridades evidentes los nuevos ductos de gas natural y un nuevo aeropuerto para la Ciudad de México. El gobierno tiene también que garantizar que los frutos del cambio sean para todos los mexicanos. Las reformas Carlos Salinas en 1988-1994 fueron desacreditadas porque sus beneficios eran para unos pocos privilegiados. El TLCAN ayudó a atraer la inversión extranjera directa, pero no cerró la brecha de ingresos con Canadá y EUA.

Peña tendrá que hacerlo mejor. Los reguladores independientes serán esenciales para fomentar la competencia real en toda la economía. Las reformas energéticas son un desafío en particular. México tiene escasa experiencia en dirigir las ofertas y adjudicar licencias; y las personas más experimentadas están encerradas en Pemex, la institución cuyos intereses se ven más amenazados por los cambios. Permitir extranjeros en el equipo de los reguladores de la energía, así como explorar los recursos naturales del país, puede ser la respuesta. Incluso si se resuelven estos problemas, los grandes permanecerán. La productividad de las pequeñas empresas se redujo en un 6,5% anual entre 1999 y 2009. No va a ser fácil unir a los peces pequeños a la economía formal, donde puedan concentrarse en el crecimiento mayor en lugar de pasar desapercibidas. Pero si el presidente puede mantener el impulso durante los últimos cuatro años de su mandato, México habrá cambiado mucho para mejor.




Este es el resumen del artículo "Sigan así" publicado en en la revista The Economist.

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